jueves, 30 de junio de 2016

RETO 10


Escribe sobre un recuerdo de tu niñez.

En agosto nos reuníamos todos alrededor de la abuela María, por su cumpleaños. Nos juntábamos todos los nietos, puntuales como un reloj, vestidos de domingo, recién bañados y oliendo a Nenuco. Abuela hacía aquella riquísima paella que solo ella sabía hacer. No he vuelto a comer otra como aquella. Otra cosa que desapareció cuando ella murió.

A los pequeños nos ponían en mesa aparte, porque no cabíamos todos juntos en la mesa principal. La verdad es que lo preferíamos porque los mayores nos estorbaban. O más bien éramos nosotros los que les estorbábamos a ellos. El caso es que en aquella mesa éramos libres de hacer y decir lo que nos viniera en gana porque los mayores estaban relajados y hablando de lo suyo, lejos, en la otra mesa. No éramos niños traviesos, pero creíamos que nos daban una libertad momentánea que nosotros sentíamos que formaba parte de aquella celebración.

Cuando llegaba la hora de comer, primero tocaba desfile por el cuarto de baño para lavarnos las manos. Nos pasábamos la pastilla de jabón unos a otros, todos bajo el mismo grifo. Más de una vez se le resbaló a uno y se le cayó fuera del lavabo por querer hacer el bobo y reírnos un rato. Pero aquel día los mayores hacían caso omiso y simulaban que no lo veían. Y después de secarnos las manos íbamos corriendo a elegir dónde nos queríamos sentar. Las sillas ya estaban colocadas pero a algunos nos tenían que buscar un cojín que nos aupase un poco para poder llegar a la mesa. Una vez sentados y arrimados solo quedaba esperar a que todo el mundo estuviera en su sitio para poder empezar a comer.

A veces era la abuela, y otras veces mi madre o mi tía, la que llegaba con una cazuela enorme que ponía en el centro de la mesa de los mayores. Iba sirviendo uno a uno, primero a los hombres, que estaban charlando totalmente despreocupados de todo, y luego a los demás comensales. A nosotros nos traían uno a uno los platos, ya llenos, de humeante paella que mi abuela servía con una cuchara de tamaño enorme. Nunca había visto una cuchara de semejantes dimensiones. En casa, mi madre nos servía los platos de cuchara con un cazo, que era lo que yo consideraba que era el utensilio apropiado. Pero aquella cuchara, que supe que se llamaba cucharón, me maravillaba.

Después de comer, mientras los mayores estaban de sobremesa, nos dejaban salir a la puerta de la calle, a jugar. Más tarde nos llamarían para comer un poco de tarta y cantarla el cumpleaños feliz. Ni un solo coche pasaba entonces por aquellas calles sin asfaltar. Tal vez es que no había ninguno en el pueblo. Solo se veían pasar tractores que iban y venían del campo los días de labor.


jueves, 26 de mayo de 2016

RETO 14


Describe cómo eras de niño como si fueras un personaje de un libro (narrador en tercera persona).


Sin lugar a dudas Andrea tuvo una infancia feliz, a su modo. Era la segunda de cuatro hermanos. Creo que por eso no la gustaba llamar la atención e iba casi siempre a su aire. Ya se sabe…: la mayor porque es la mayor, la pequeña porque es la pequeña, y a la del medio nunca se la ve. Creo que aquello condicionó su manera de ser. Hablaba poco, pero tampoco la preguntaban. Ella se construía su universo particular siempre que podía y le miraba a través de sus gafas rosas.

Todos los días iba a la escuela. La encantaba. Allí estaban sus amigos, y la maestra la trataba con cierta familiaridad. Entonces había clase por la mañana, iba a comer a casa el cocido de todos los días, y por la tarde volvía a la escuela, hasta las cinco. Merendaba, hacía los deberes sin rechistar y después a la calle, a correr, si el tiempo no lo impedía. Siempre la misma rutina. Y así pasó su infancia, sin enterarse. La rutina se había impuesto de manera tan natural en su vida que casi no se daba cuenta de ello. Día tras día todo era igual. Pero a ella no parecía importarle. Era una imposición que llegaba hasta en la forma de vestir. La primera temporada vestía igual que su hermana mayor y, después, cuando crecían, su ropa la heredaba la hermana pequeña y Andrea, la de la hermana mayor, de manera que una temporada compartía modelo con la hermana mayor y la siguiente, con su hermana pequeña. El mismo modelo siempre. A Andrea no la gustaba ir vestida siempre como alguien. Le habría gustado que la hubieran dejado tener un mínimo de identidad propia, un poquito de «personalidad», que ya desde pequeña la arrebataban de aquella manera tan inconsciente. Por todo eso, y por su papel de segundona pronto empezó a creer que nadie la veía, que solo era una más que hacía bulto en una familia tan numerosa.

Pronto empezó a sentirse cómoda en su soledad. Pronto empezó a volar con la imaginación, a inventarse momentos en los que era un personaje diferente mientras revolvía, curioseando, la ropa de los armarios y se ponía los zapatos de tacón de su madre. Se probaba la ropa en su cuerpecito menudo y se miraba al espejo, sujetándose primero su largo cabello con la mano, dejándoselo suelto después. No la importaba que, a pesar de su delgadez y de que la sobraban un buen número de tallas, la ropa la estuviera enorme. Se la ponía igualmente e imaginaba que era una gran dama de otros tiempos.

Pero también pasó muchos momentos felices junto a su perra Mora. Andrea y sus hermanas habían jugado con ella desde siempre. La consideraban como una más de la familia, con la sola diferencia de que vivía en el patio. Qué buena era la Mora. Andrea se subía encima de ella a modo de intrépida amazona cabalgando un hermoso corcel. Qué ingenua era. Aquella misma inocencia que la llevaba a maravillarse cada vez que amanecía un día y descubría que la Mora, como por arte de magia, había tenido cachorritos. Aquella misma candidez que la impedía ver que, en los días sucesivos, iban desapareciendo las crías, sin preguntarse por qué.

Y así pasaban los días. En verano aprovechaba para dar largos paseos en bici por una carretera entonces apenas transitada por coches. Iba con los niños del pueblo y con Pili, una chica ya mayor que veraneaba allí, y que los llevaba de vez en cuando hasta bien lejos del pueblo a experimentar el placer de sentir la brisa del campo en la cara. Su madre la ponía crema para que no se achicharrara la delicada piel llena de pecas.

Qué lejano queda ya todo eso. Todavía tenía hermanos con los que jugar. Padres que se preocupaban de ella. Amigos que lo habían sido de toda la vida…



viernes, 1 de abril de 2016

RETO 46



Escribe una historia que tenga lugar en un taller mecánico.


Llegué al taller con media hora de retraso. Había tenido que pedir cita, como cuando vas al médico. Me habían citado para diez días después, algo que me pareció increíble… ¡Tanta demora¡ La circulación estaba imposible. O yo qué sé. El caso es que, aunque salí de casa con tiempo de sobra, llegué tarde.

—¡Buenos días¡ ¿El señor Antonio, por favor? —pregunté de forma apresurada.
—¡Buenos días¡ ¿Viene con cita? —me respondió amablemente la chica.

En ese momento me acordé de mi amiga Raquel, que también responde a las preguntas con otra pregunta, como buena gallega. Me reí para mis adentros pues no era el momento.

—Sí, sí. Con el señor Antonio —sonreí.
—¿Su nombre, por favor?

La chica consultó el ordenador, hizo una llamada y, al final, me miró. No entendí lo que había hablado pero después de colgar me indicó dónde estaba la sala de espera.

Y allí estaba yo, sentada en un sillón rojo, en un rincón dispuesto a modo de salita de estar: sus sillones, su mesa de cristal repleta de revistas perfectamente alineadas… Poco a poco fue llegando gente de lo más variopinta. Me dediqué a observar, después de todo no tenía nada que hacer aparte de esperar al señor Antonio. Porque estaría el señor Antonio… ¿O no? Miré a la chica. Debí haberme fijado en la chapa de su chaqueta para saber su nombre. Parecía maja. Pero entonces levantó la vista, apartó su flequillo con la mano, se levantó deprisa y desapareció por una puerta del fondo. De repente me di cuenta de que casi todo era de color rojo, el color de la marca, supongo. Rojo y gris.
Estaba cómoda en aquel sillón, demasiado cómoda, diría yo. Se estaba de maravilla. Un sol de primavera calentaba aquel rincón de manera poco natural. Después de un rato allí, relajada, me adormecía. Para aquella época del año estaba haciendo ya demasiado calor. Pero aún era temprano. Tendría tiempo de sobra para acabar lo del coche, comería algo ligero y por la tarde iría a casa de Cloe para acabar el dichoso trabajo de literatura. Me estaba volviendo loca. Teníamos que acabarlo ya y no sabíamos cómo. Y mañana era el último día de vacaciones. Estaba deseando volver a la oficina, a la normalidad, a la rutina, pura y dura.

En aquel momento vi a Antonio que venía a mi encuentro. Sonreía. Encantador, como siempre. Nunca me había fijado en lo alto que era. Me acompañó hasta su mesa de trabajo. Hablamos por el camino de cosas triviales pero tuve tiempo suficiente para darme cuenta de que iba vestido de manera impoluta: pantalón gris y camisa roja.



Le expliqué como pude que solo quería hacer la revisión al coche, que ya le tocaba. Intentaba centrarme en el tema pero aquellos ojos verdes hoy tenían una luz especial.