Escribe una historia que tenga lugar en un taller
mecánico.
Llegué al taller con media hora de retraso. Había tenido que
pedir cita, como cuando vas al médico. Me habían citado para diez días después,
algo que me pareció increíble… ¡Tanta demora¡ La circulación estaba imposible. O
yo qué sé. El caso es que, aunque salí de casa con tiempo de sobra, llegué
tarde.
—¡Buenos días¡ ¿El señor Antonio, por favor? —pregunté de
forma apresurada.
—¡Buenos días¡ ¿Viene con cita? —me respondió amablemente la
chica.
En ese momento me acordé de mi amiga Raquel, que también
responde a las preguntas con otra pregunta, como buena gallega. Me reí para mis
adentros pues no era el momento.
—Sí, sí. Con el señor Antonio —sonreí.
—¿Su nombre, por favor?
La chica consultó el ordenador, hizo una llamada y, al
final, me miró. No entendí lo que había hablado pero después de colgar me
indicó dónde estaba la sala de espera.
Y allí estaba yo, sentada en un sillón rojo, en un rincón
dispuesto a modo de salita de estar: sus sillones, su mesa de cristal repleta
de revistas perfectamente alineadas… Poco a poco fue llegando gente de lo más
variopinta. Me dediqué a observar, después de todo no tenía nada que hacer
aparte de esperar al señor Antonio. Porque estaría el señor Antonio… ¿O no?
Miré a la chica. Debí haberme fijado en la chapa de su chaqueta para saber su
nombre. Parecía maja. Pero entonces levantó la vista, apartó su flequillo con
la mano, se levantó deprisa y desapareció por una puerta del fondo. De repente
me di cuenta de que casi todo era de color rojo, el color de la marca, supongo.
Rojo y gris.
Estaba cómoda en aquel sillón, demasiado cómoda, diría yo. Se
estaba de maravilla. Un sol de primavera calentaba aquel rincón de manera poco
natural. Después de un rato allí, relajada, me adormecía. Para aquella época
del año estaba haciendo ya demasiado calor. Pero aún era temprano. Tendría tiempo
de sobra para acabar lo del coche, comería algo ligero y por la tarde iría a
casa de Cloe para acabar el dichoso trabajo de literatura. Me estaba volviendo
loca. Teníamos que acabarlo ya y no sabíamos cómo. Y mañana era el último día
de vacaciones. Estaba deseando volver a la oficina, a la normalidad, a la
rutina, pura y dura.
En aquel momento vi a Antonio que venía a mi encuentro. Sonreía.
Encantador, como siempre. Nunca me había fijado en lo alto que era. Me acompañó
hasta su mesa de trabajo. Hablamos por el camino de cosas triviales pero tuve
tiempo suficiente para darme cuenta de que iba vestido de manera impoluta:
pantalón gris y camisa roja.
Le expliqué como pude que solo quería hacer la revisión al
coche, que ya le tocaba. Intentaba centrarme en el tema pero aquellos ojos
verdes hoy tenían una luz especial.